Natalia Lafourcade
Cancionera

Natalia Lafourcade no es solo una cantante; es una arquitecta de emociones que teje paisajes sonoros con la delicadeza de quien borda un huipil y la audacia de quien reinventa tradiciones. Desde sus primeros días en el indie pop hasta su consagración como guardiana de los ritmos latinoamericanos, su carrera ha sido un viaje de regreso a las raíces, pero sin nostalgia pasiva: con la maestría de quien sabe que la autenticidad no se pone en un museo, sino que se vive. En Cancionera, su más reciente álbum, Lafourcade afina ese diálogo entre lo íntimo y lo universal, entre Veracruz y el cosmos, con una voz que oscila entre el susurro y el grito, siempre rodeada de instrumentos que respiran como seres vivos.
Cancionera es un álbum que se mueve entre la fiesta y el duelo, como si cada canción fuera un acto de magia cotidiana. En Cocos en la Playa, los arreglos de metales y percusión nos transportan a una verbena bajo el sol, mientras que Como Quisiera Quererte“, a dúo con El David Aguilar, es un bolero desgarrado que parece escrito en tinta invisible sobre papel viejo. Lafourcade juega con máscaras —literal y metafóricamente—, adoptando el personaje de La Cancionera, un alter ego que le permite explorar desde la picardía callejera hasta la introspección más cruda. Esa dualidad se refleja en los contrastes, pues podemos escuchar tanto guitarras jarochas como jazz noir en temas como Luna Creciente, donde los Hermanos Gutiérrez pintan con cuerdas un cielo nocturno.
La producción, nuevamente en manos de Adan Jodorowsky, es un tributo a lo orgánico. Grabado en cinta analógica y con tomas en vivo, el disco suena a taller de artesana: imperfecto, cálido, humano. Hay momentos —como el final de El Palomo y La Negra, con coros ebrios y trompetas desafinadas— que capturan la euforia de una cantina a las tres de la mañana, mientras que La Bruja hunde sus raíces en el son jarocho tradicional, pero con un toque de surrealismo. Lo bonito de todo esto es que Lafourcade no recrea el pasado; lo habita y lo transforma, como si cada nota fuera un puente entre Agustín Lara y el futuro.
Pero no crean que Cancionera es solo folklore: es también un manifiesto sobre la libertad creativa. En Mascaritas de Cristal, la artista desnuda la hipocresía con letras afiladas, mientras que el tema homónimo, inspirado en su cumpleaños 40, es un recordatorio de que el arte verdadero nace de la lealtad a uno mismo. Canta libre al viento / canta siempre tu verdad, repite como un mantra, y esa frase podría ser el corazón del álbum. Incluso en las colaboraciones —como el flamenco crudo de Israel Fernández en Amor Clandestino—, Lafourcade mantiene un control férreo de su universo, sin dejar que los invitados opaquen su esencia, pero permitiendo que brillen con luz propia.
Al escuchar Cancionera, se tiene la sensación de asomarse a un diario personal escrito en clave musical. Es un disco que celebra la vida —con sus amores, traiciones y fiestas— pero también la acepta como un ciclo de pérdidas y renacimientos. Qué satisfactorio es escuchar que Natalia Lafourcade no teme a las contradicciones: abraza lo dulce y lo amargo, lo terrenal y lo místico, con la certeza de que la belleza reside en ese equilibrio. Si De Todas las Flores era un jardín en pleno reverdecer, este álbum es su fruto maduro: jugoso, complejo y lleno de semillas para lo que vendrá.
Cancionera no es solo un disco; es un ritual de autodescubrimiento. Natalia Lafourcade nos entrega un mapa sonoro donde los caminos se dividen: hacia el mar, hacia la selva, hacia el centro de sí misma. Con una voz que parece surgir de otro tiempo —pero que late con urgencia contemporánea—, la artista mexicana confirma que su grandeza no está en preservar tradiciones, sino en hacerlas palpitar con el presente. Aquí no hay nostalgia estéril, sino raíces que crecen hacia el cielo. Un canto a la libertad, un brindis por lo imperfecto. Una prueba de que la música, cuando nace del alma, no envejece: se vuelve leyenda.
Escucha Cancionera en su totalidad a continuación.
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1Me prendió
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1Lo amé
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